Me pregunto si existe la posibilidad de escapar del cuento.
Cualquier día, sin aviso, preaviso ni hora determinada, se me agarran al cuello las ganas de huir. Dejo el vestido azul claro, los zapatos de cristal y la sonrisa, arrugados en el suelo. Lleno la mochila de ropa cómoda y zapatillas con cordones, un impermeable, la cámara de fotos, lápiz y papel. Subo a cualquier medio de transporte, real o imaginario, aprieto las pestañas desmaquilladas, y sólo vuelvo al mundo cuando todo se ha hecho tan pequeñito como hormigas. Todo atrás. No más calabazas, carrozas incómodas, ratoncitos, coser, cantar o mirarse al espejo. Ya no soy yo. Ya no hay varitas ni madrinas.
Quién no ha querido alguna vez escapar del cuento. Ser otro, otra, o nadie. Dar la vuelta a la vida como a un calcetín usado, rehacer decisiones, escoger otros caminos, no subir a ese tren y continuar andando. Quién no ha pensado alguna vez cómo sería todo si en vez de respirar como princesa, durmieras como bruja.
Aprendería a recitar conjuros, a cocinar pócimas, envenenaría manzanas y volaría en mi escoba. Haría ruido como mi risa escandalosa y guardaría en mi armario el sombrero puntiagudo.
Vivir otras vidas. Perderme en otros mapas. Equivocarme de nuevo.
Nota mental: Escondida tras la letra E, del Érase una vez del comienzo de mi cuento, veo a gente sin casa, sin trabajo, sin ganas y sin esperanza. Veo el país de las maravillas convertido en tristeza.
Pero oigo también una melodía, a lo lejos, la voluntad y el futuro de los que aún tenemos ganas de escribir la historia sin comer perdices.
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