Le gusta la forma de sus manos. Y su textura. Sabe
que puede perder sus delgados dedos entre
los de él y que todo encaje. Lo sabe antes de hacerlo, le basta mirar cómo sus
manos se mueven mientras habla. Cómo apuntan hacia la mesa antes de alcanzar la
botella y servir más vino en las copas, cómo se abren y cierran guiadas por la
intensidad de su conversación. Las manos
dicen tantas cosas como la boca, o quizá más. Los ojos también, pero tienen
menos pudor. Pero las manos. Con sus dedos y sus muñecas y sus antebrazos.
Ellas callan más de lo que saben.
Hay manos torpes, frías, ásperas. Manos delgadas y
cargadas de huesos. Manos ligeras y otras sin tacto. Pero sus manos. Las suyas
tienen el color justo para besarlas. La calidez en equilibrio con la dureza. La
forma justa para agarrar un cintura y no soltarla, le fuerza necesaria para
sostener una nuca camino de un mordisco en el labio. Sus manos abren caminos y
cierran puertas. Hablan idiomas, bajan cremalleras y suben faldas. Sus manos
son la entrada a cualquier sitio donde hace calor. Y frío.
(...) Mira sus manos mientras él saluda cordial, como si
nada. Cuando ya han regresado a ser lo que son a veces.
Y entonces son los ojos, los que nada se callan, los
que hablan en voz alta.
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