Te fuiste.
Durante la hora que duró tu despedida fui guardando cada una de tus excusas en
mis bolsillos. En los bolsillos de los pantalones guardé las complicaciones, en
el de la camisa metí la incertidumbre y el miedo, y en las manos me quedé con
el desamor. Así, con el desamor en todo su esplendor, con un desamor grande y
pegajoso, con cientos de kilos de desgana que se escurrían entre mis dedos.
Intenté soltarlo, dejar caer al menos una parte de esa inmensa masa, apoyarla
sobre la mesa. Sacudí las manos, agité los brazos. Pero aquello no se despegó.
No se movió. Qué hago ahora con todo esto, pensé. Mientras tú me ibas
repitiendo en voz muy baja el decálogo completo de despedidas. Instrucciones para irse de forma limpia y
sin heridas. Yo intentaba mirarte, pero aquella cosa viscosa que olía a
angustia me pesaba como una losa, y mi cuerpo empezaba a resentirse por el
esfuerzo.
Me
senté. Apoyé aquello sobre mis rodillas y te busqué. Pero ya no estabas. Habías
salido de la pequeña habitación cerrando la puerta con llave.
Allí
nos quedamos, solos, el desamor y yo.
Te
llamaré sin nombre, le dije. Y yo seré tan inmenso como el vacío, contestó.
Así
seguimos, pactando las reglas de nuestra propia batalla.
Nota mental: Quédate con todos mis besos. No caducan.
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