Ahora,
con el café en la mano, me he ha venido a la cabeza mi vecino. Él y sus ruidos.
No le he visto la cara, eso es cierto, pero los delgados ladrillos que separan
nuestros dormitorios hacen que le sienta cercano. Puedo oír sus incursiones en
el cuarto de baño, el burbujeo del agua del grifo de la ducha mañanera, el
rumor de la cuchilla de afeitar cuando golpea el lavabo, o el ruido de la
cisterna y el chocar de la tapa del váter. Esa intimidad higiénica nos acerca,
claro. Pero lo que de verdad le hace humano y real son sus maratones sexuales.
No son encuentros diarios ni breves, no tienen frecuencia estable ni horarios
fijos. Puedo reconocer en ellos la misma voz femenina y el mismo tono y
cadencia orgásmica. A veces, en el silencio de la mañana de sábado me
despiertan sus gemidos. O a última hora de la noche, a eso de las dos de la
madrugada, comienzo levemente a reconocer sus respiraciones agitadas al otro
lado de la pared. Y claro, no puedo dejar de imaginarlos.
Con
la llegada del verano y sus ventanas abiertas, ya casi formo parte de su
escena. Un día los voy a esperar a la puerta de su casa, para darles la
enhorabuena y para decirles que griten un poco más alto, que hay ratos en los
que no les oigo bien desde mi cama y no es cuestión de perder el compás.
Nota mental: si tienes vecinos ruidosos, aplaude.
Yo tengo uno así, en el piso de arriba. Menos mal que viene de Pascuas a Ramos.
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