Compartíamos pupitre en la escuela. Nos divertían los mismos
juegos y nos reíamos de las mismas cosas. Crecimos sin prisa, como se hace en
los pueblos. Y nos separamos cuando los límites de nuestros particulares mapas
empezaron a ensanchar por distintos caminos de tierra y asfalto.
Hoy, la casualidad nos ha regalado un breve encuentro. De
esos en los que solo tienes tiempo para dar titulares. Y así ha sido. Ella me
ha contado que vive en un pueblo de menos de mil habitantes, que perdió once
años de su vida con un fulano (este calificativo se lo pongo yo) pero desde
hace seis es feliz con un hombre. La foto de su pequeño ilumina su cartera y
gestiona un negocio de esos que te obligan a soñar mucho y a dormir poco.
Yo he esperado sus preguntas porque siempre es más fácil
responder que elaborar una buena crónica. Sí, ahora en Madrid, le digo. Sí, he
tenido mucha suerte con el trabajo. Sí, la familia muy bien. No, no tengo
hijos. Y no, no tengo pareja.
Expuesta la situación nos hemos dedicado a defendernos de un
ataque inexistente, fruto de la mala costumbre de pensar que los demás nos
juzgan solo por el hecho de haber elegido un modo distinto de pasearse por los
días. Afortunadamente, no ha sido así. Con una sonrisa sincera, hemos subrayado
con lápiz rojo las razones que han hecho de nuestras decisiones aciertos. La
verdad, soy feliz, hemos dicho casi al unísono. Y así es.
Nota aclaratoria: mañana, cuando me levante y escriban mis
otros dedos, esta historia se podría dar la vuelta. Pero en esencia, como esta
cenicienta, seguirá siendo exactamente igual.
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