jueves, 21 de junio de 2012

El reloj de mis mañanas

Él ni siquiera intuye que le observo. Y lo hago cada día, haga frío, calor o sople el viento. Le observo cruzar el puente, decidido, arrastrando la delgadez de sus piernas y el cansancio que pesa sobre su espalda. Imagino que ha despertado hace un rato, a la hora del sol, recoge sus cartones que ya son sábanas, y piensa en tomar un un poco de café. Aprovecha el agua de anoche y se lava la cara, las manos y el cuello.  No hay suficiente jabón para el resto. Ni armario donde guardar la ropa. Así que viste el único modelo que le acompaña de día y le sirve de noche. Ya ni se acuerda de cuándo fue la última vez que usó ropa interior, ni de cómo era sentir las gotas de ducha correr por su rostro, ni el sabor de un filete de ternera, ni el olor del mar. Tampoco se acuerda ya de cómo era él, ni de qué soñaba ni por qué sonreía. Se rompió su espejo, el único que le recordaba cuáles eran sus ojos, su barba y la suciedad de las mejillas. Sin verse de frente, todo duele un poco menos.

Pero yo le miro, cada mañana. Espero impaciente descubrir su figura, encorvada, rápida, diligente. Clavo mis ojos en su espalda mientras me protege la falsa intimidad de las ventanillas de mi coche. 
Él no sabe que se ha convertido en el reloj de mis mañanas, en la marca de mi tiempo. 
Sé que es un día más y son las ocho menos cuarto, porque él está cruzando el puente.

En sus manos, una lata donde recoger azúcar para el café. 
En las mías, las ganas de darle algo mejor.

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